miércoles, 29 de agosto de 2012
Es inútil buscar una respuesta. Es absurdo tratar de calar hondo en el
terreno de la objetividad cuando, efectivamente, es subjetividad lo que
se exige implícitamente.
Las comparaciones entre atletas de elite jamás pueden llegar a buen
puerto. Uno puede inmiscuírse en los números de LeBron James, en las
hazañas de Michael Jordan, en los tiros increíbles de Kobe Bryant pero
jamás podrá encontrar la herramienta decisiva que permita dictaminar si
un jugador, un equipo, o una época fue superior a la precedente.
Es un ejercicio inane pretender tener el bote para navegar aguas tan
profundas. Los fanáticos se quitan los cabellos tratando de hacer entrar
en razón a su interlocutor: citan palabras y hechos en tiempos
equivocados, caen en el terreno del insulto sin saber que intentan
convencer al hombre que no quiere ser convencido. Es una batalla
recurrente de dos pesos pesados en un castillo de arena: mientras
revolean sus mejores golpes el piso se derrumba sin poder llegar a
dictaminar vencedores ni vencidos.
La prensa, o mejor dicho el marketing, se divierte con el arte de
enarbolar mentes y seducir espíritus jóvenes a partir de titulares de
fuego o afirmaciones tajantes. La vida no es blanca o negra, está
plagada de grises. Son los años los que nos permiten entender que las
verdades absolutas, en realidad, son mentiras groseras.
Es desesperante ver una y otra vez la misma discusión de café en la que
cambian íconos y banderas en la espalda, sobreviviendo siempre el
agujero negro -inevitable, por cierto- de la incertidumbre.
Nadie puede entrar en razón en una discusión de este tipo porque es la
carga de la experiencia previa la que nos permite sacar nuestras propias
conclusiones. Los fanáticos de Jordan no lo adoran por los seis títulos
ganados con los Bulls o por los números platónicos que se descubren en
sus planillas: lo quieren porque fue el eje que les permitió llorar,
reirse y sufrir en una película tan inolvidable como perecedera.
En otras palabras, los fanáticos no se centran en el ícono deportivo
como un objeto de adoración, sino que se nuclean en las sensaciones
construidas cuando vivieron sus andanzas de cerca. No aman a Kobe
Bryant, sino que se adoran a ellos mismos en el momento preciso de
seguir a Kobe Bryant. Es la proyección de alguien que lleva adelante lo
que otros no pueden. Es el recuerdo de lo que hicieron ellos cuando el
otro hizo.
Y en esa materia de análisis de estrellas de marquesina entra la
variante del amor incondicional, que no acepta discusiones ni medias
tintas: ¿cómo convencer a un joven de que está adorando a una mujer que
nosotros creemos equivocada? Quizás, para nosotros, sea un error. Quizás
para él sea el reino de los cielos. Lo importante de este concepto es
que en el deporte, el amor existe. Y que cuando un jugador emblema se
retira, ese amor no se rompe ni se corrompe: queda guardado en la retina
para ser repetido una, y otra, y otra vez. El recuerdo es siempre
expansivo, el hecho ablanda los corazones y se lo siente cada año que
pasa un poco más grande. Eso es muy noble, es el argumento por el que
somos humanos y nos dejamos vencer de a ratos por la nostalgia. ¿Por qué
criticar algo así? En definitiva, la vida real de cada uno de nosotros
es larga y tentadora en errores; la vida útil del deportista, sólo
jugando, no despierta críticas profundas. Y así sobrevive en la
eternidad.
Comparar entonces a Bill Russell, Michael Jordan, Kobe Bryant y LeBron
James es una estupidez del tamaño del continente americano. Y esto lo
van a entender así los fanáticos de Russell, Jordan, Bryant y James,
cada uno desde su vereda, porque con el amor no se juega. El sentimiento
es el terreno en el que nadie debería meterse sin al menos tocar la
puerta previamente una o dos veces.
Por lo tanto, tenemos que terminar de una buena vez con el mito de
colocar la subjetividad en el terreno de la mala palabra. La
subjetividad nos permite ser nosotros mismos, nos da una identidad, una
razón, un eje de acción. La objetividad por momentos es necesaria, pero
jamás es absoluta. La opinión nos hace libres y nos enseña a entender
que las verdades son parciales y que toda verdad tiene una carga de
error en pasado, presente o futuro.
Entonces, dejemos de pensar si el Dream Team de 1992 fue mejor que el
Team USA que ganó el oro en Londres 2012, si Michael Jordan fue mejor
que LeBron James, si Kobe Bryant fue mejor que los dos juntos o si Wilt
Chamberlain fue lo más maravilloso que dio la historia de la humanidad,
porque... ¿Acaso importa? ¿Acaso se puede convencer a alguien acerca de
todo esto? La pasión no sabe de raciocinio, el amor es unión pero
también confrontación. Desde mi lugar, prefiero pensar en cientos de
historias, en miles de hazañas y en millones de emociones repartidas. A
un determinado nivel de talento, las diferencias son emocionales.
Porque, en definitiva, yo también tengo mi verdad, mis héroes, mis equipos y mi pasado. Quizás algún día se los cuente.
O quizás, mejor aún, ni siquiera sea necesario.
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